Por Manuel Ramos.
Parábola del Grano de Mostaza (Mt 13, 31-32).
Les contó otra parábola:
-El reino de los cielos se parece a
una semilla de mostaza que un hombre toma y siembra en su campo. Es más pequeña
que las demás semillas; pero, cuando crece es más alta que otras hortalizas; se
hace un árbol, vienen las aves del cielo y anidan en sus ramas.
¿Cómo se puede vivir esta parábola en la vida familiar?
En lo personal, considero
que esta parábola puede aplicarse en la vida familiar a través de los detalles.
Los detalles por sí mismos, pueden parecer algo insignificante y sin valor
aparente; pero ¡cómo construyen los cimientos familiares! Los detalles sin duda
son las acciones más pequeñas, pero cuando crecen, el amor se asienta y
fortifica. Como quien construye su casa en la roca sólida, fundamento del amor
familiar.
Con el ejemplo de la semilla, Jesús quiere que veamos más
allá de las apariencias y encontremos el sentido oculto, que manifestado en una
semilla diminuta, crece como un gran árbol. Precisamente porque en los detalles
cotidianos que hacemos a nuestros seres queridos, estamos manifestando en
realidad un amor grande, que parecía oculto. Esto es lo que Benedicto XVI
(2007, p. 234) afirma:
En
el mundo marcado por el pecado, el baricentro sobre el que gravita nuestra vida
se caracteriza por estar aferrado al yo y al “se” impersonal. Se debe romper
este lazo para abrirse a un nuevo amor que nos lleve a otro campo de
gravitación y nos haga vivir así de un modo nuevo. En este sentido, el
conocimiento de Dios no es posible sin el don de su amor hecho visible; pero
también el don debe ser aceptado. Así pues, en las parábolas se manifiesta la
esencia misma del mensaje de Jesús y en el interior de las parábolas está
inscrito el misterio de la cruz.
Necesitamos de cierta forma hacer visible lo que no lo
es. Nuestro amor invisible, se hace visible mediante los pequeños detalles. La
parábola del grano de mostaza nos pide renunciar a nuestro egoísmo, que para
nosotros puede parecer enorme atender nuestro ego, que por sí mismo es pequeño;
en cambio, cuando nuestra pequeña semilla del ego-ísmo es sembrada en el amor
manifiesto a los demás, entonces es cuando llega a crecer y ser fundamento para
los demás.
Por cierto el árbol de mostaza ya crecido, también puede
representar el amor como comunión. Juan Pablo II y varios autores, siguiendo
las enseñanzas han abordado este tema:
Pues
bien, la integración acertada de los diversos grados que necesariamente deben
observarse en el amor familiar, se consigue cuando este amor se vive como
comunión. Sólo entonces, en efecto, en el trato de unos miembros con otros, se
viven ese conjunto de relaciones interpersonales que son propias de las
personas que constituyen la familia; y por tanto, sólo entonces se contribuye a
la formación de la persona, y sólo entonces la persona- cada uno de los
miembros de la familia- queda introducida de verdad- como persona- en la
familia humana (Sarmiento, 2006, p. 272).
De igual forma, para llegar a este amor de comunión, en
el que se ama a la persona en cuanto tal, sólo puede alcanzarse, mediante
acciones concretas, podemos manifestar una realidad inmaterial, que nace
solamente del espíritu del hombre. El amor es como un fuego que debe
alimentarse día a día.
Este amor de comunión, es camino de santidad. Todos los
cristianos estamos llamados a la santidad. El amor de comunión debe ser camino
de santidad familiar; pero de manera particular en los esposos.
El amor de comunión exige de las personas que sean don de
sí mismos para el otro. Para ser don de sí, precisamente se necesita
desprenderse del amor a sí mismo. El
concepto de amor esponsal implica el don de una persona a otra. El amor del
hombre y la mujer lleva en el matrimonio al don recíproco de sí mismo. Desde el
punto de vista personal, se trata de un don de sí hecho a otra persona; desde
el punto de vista interpersonal, es un don recíproco (Wojtyla, 2011, p.
121-122).
El amor de los esposos debe cultivarse día a día, a
través de los detalles, siempre tomando en cuenta que es don total de sí mismos
hacia la persona amada. Este amor invisible, se vuelve visible en el acto
conyugal, que es amor de comunión, don de sí.
Es por ello que el amor esponsal, sea el de los esposos,
el de Dios hacia la Iglesia o de vida consagrada, exige de la persona renunciar
a sí mismos, para poder llegar a ser don.
Nupcialidad...
La nupcialidad conyugal se
expresa en el amor como don de sí, entre un hombre y una mujer, pero ambos
forman una unidad. Esta unidad está marcada por la sexualidad de cada uno de
los cónyuges. El hombre, como don de sí, en toda su sexualidad y la mujer con
toda su sexualidad, se donan mutuamente en el acto conyugal.
El don de sí, implica que el hombre y mujer son seres
sexuados, es decir no aman solamente con el espíritu o con el cuerpo, de manera
separada. Es un amor unitivo, de comunión, donde se entregan con todo su ser,
el cual se manifiesta en ser hombre o ser mujer. Las palabras de Juan Pablo II
pueden ser reveladoras:
Sólo
a base de la propia estructura del hombre, él “es cuerpo”, y a través del
cuerpo es también varón y mujer. Cuando ambos se unen tan íntimamente entre sí
que se convierten en “una sola carne”, su unión conyugal presupone una
conciencia madura del cuerpo. Más aun, comporta una conciencia especial del
significado de ese cuerpo en el donarse recíproco de las personas. También en
este sentido, Génesis 2, 24 es un texto perspectivo. Efectivamente, demuestra
que en cada unión conyugal del varón y de la mujer se descubre de nuevo la
conciencia originaria del significado unitivo del cuerpo en su masculinidad y feminidad;
con esto, el texto bíblico indica al mismo tiempo, que en cada una de estas
uniones se renueva, en cierto modo, el misterio de la creación en toda su
profundidad originaria y fuerza vital (2008, p. 81).
El amor entre hombre y mujer, expresado en el acto
conyugal, es partícipe de la creación divina, como continuación de la obra
creadora.
El
varón y la mujer, en este “conocimiento”, con el que dan comienzo a un ser
semejante a ellos, del que pueden decir juntos que “es carne de mi carne y
hueso de mis huesos” (Gen 2, 24), son como “arrebatados” juntos, juntamente tomados
ambos en posesión por la humanidad, que ellos, en la unión y en el
“conocimiento” recíproco, quieren expresar de nuevo, tomar posesión de nuevo,
recabándola de sí mismos, de la propia humanidad, de la admirable madurez
masculina y femenina de sus cuerpos y, finalmente – a través de toda la serie
de concepciones y generaciones humanas desde el principio-, del misterio mismo
de la creación (Juan Pablo II, 2008, p. 152).
Solamente los seres humanos pueden tener relaciones
conyugales con conocimiento, ya que es un encuentro entre ambos, donde se dan
mutuamente como don de sí. Los animales solo tienen actos sexuales instintivos,
no se conocen.
El amor conyugal es continuación de la Iglesia; con el
don de la fecundidad, la familia se vuelve Iglesia doméstica.
Referencias.
Benedicto XVI, (2007). Jesús de
Nazaret. 1st ed. México: Planeta.
Juan Pablo II, (2008). Varón y
mujer. Teología del cuerpo (I). 7th ed. Madrid: Ediciones Palabra.
Sarmiento, A., (2006). Al
servicio del amor y de la vida. El matrimonio y la familia.. 1st
ed. Madrid: RIALP.
Wojtyla, K., (2011). Amor y
responsabilidad. 3rd ed. Madrid: Ediciones Palabra.