La nupcialidad humana nos muestra que el hombre está hecho
para la comunión, consigo mismo, con las demás personas y con la Persona
Divina; es decir el hombre es un ser relacional. El amor es apertura hacia los demás.
Tomás de Aquino afirma que la semejanza de Dios se realiza más
plenamente en el conocimiento intelectual, racional; sin embargo Karol Wojtyla va más
lejos al decir que el hombre realiza más la imagen y semejanza de Dios en las
relaciones conyugales, en el acto más unitivo entre un hombre y una mujer, en
el amor.
El afecto es un primer factor a considerar en este
itinerario. Ya que implica ser movido o afectado por algún “objeto”, externo al hombre. Este
“objeto” mueve los sentidos y el deseo del hombre, para dirigirse hacia ese
agente que ha despertado su deseo por lo que el hombre considera un bien
deseable. En el caso del amor divino; nos mueve a amar, porque Él nos amó
primero.
Buscamos ser felices, pero no una felicidad aislada de los demás,
buscamos de manera trascendente el ser amados.
Al ser amados por el Amor, el hombre ha sido llamado al Amor
como su fin último, como plena realización. Si el amor de Dios es uno, indivisible;
por la semejanza divina nuestro amor debe presentar características similares;
es decir, de manera algo coloquial, no podemos amar al prójimo ni a Dios, si no
nos amamos a nosotros mismos. Dios nos ama, con un amor de benevolencia, por
nosotros mismos (con todos nuestros defectos). Nuestro amor no puede ser un
amor ciego, sin sentido, debe ser guiado por la razón, para hacerlo pleno.
Por último el hombre es unidad de cuerpo y alma; es decir el
hombre en cuanto tal, no puede solo amar con un amor espiritual, como los
ángeles, su amor implica corporeidad. La sexualidad del hombre es apertura al
amor como don de sí mismo. Por eso la imagen de Dios se realiza de manera más
perfecta en el hombre en el acto conyugal.