viernes, 17 de febrero de 2017

Perderse en la lectura.




     Recuerdo mis días de preparatoriano. Me quedaba solo en el salón, cuando ya todos se habían ido a disfrutar del recreo. Aprovechaba la soledad del recinto para leer. Así me refugiaba. ¿Exactamente de qué me refugiaba?


De muchas cosas: del ruido exterior, del chisme, de acosadores, en fin; pensaba (erróneamente) que la mayoría de las conversaciones eran banales. Tampoco a mis diecisiete años, podía tener ideas auténticas, sin algún contaminante mediático. A esa edad quieres devorarte el mundo. A tu manera...


En fin, me perdía leyendo. La Voz del Maestro de Gibrán Khalil. Lo leí de corrido, despacio, reflexionando; interpretaba sus ideas. Es un libro que no alcanza las cien páginas; pero lo llevaba a todas partes. Mi mamá lo compró usado. Sus hojas estaban amarillentas. La pasta blanda apenas lo protegía de mi avidez lectora. ¡Cómo influyó ese libro en mi vida! Ahora que lo pienso, también ayudó en gran medida por mi opción filosófica. Incluso antes de haber leído el Comentario al Credo de Santo Tomás de Aquino.


Perderse es una palabra vista con recelo. Quedaba absorto en aquel librito. Lo leí varias ocasiones. Vaya que lo exprimí. El mundo desaparecía, para dar cabida a una realidad más vasta. Gibrán traspasaba los límites temporales para comenzar un diálogo conmigo. Yo casi no decía nada; sólo escuchaba mentalmente al maestro.


El libro ya era parte de mí. En el diálogo mental, atemporal, con el autor, radica la esencia de leer. De esta forma, apropiándose del contenido, hacerlo propio, es como leer se vuelve una acción vital. Conocer.


Me parece increíble que existan personas apáticas con la lectura. Si tienen un horizonte infinito de posibilidades ante sus ojos.