viernes, 14 de septiembre de 2012

El matrimonio es como una semilla de mostaza


Por Manuel Ramos.
Parábola del Grano de Mostaza (Mt 13, 31-32).
Les contó otra parábola:
-El reino de los cielos se parece a una semilla de mostaza que un hombre toma y siembra en su campo. Es más pequeña que las demás semillas; pero, cuando crece es más alta que otras hortalizas; se hace un árbol, vienen las aves del cielo y anidan en sus ramas.

¿Cómo se puede vivir esta parábola en la vida familiar?

En lo personal, considero que esta parábola puede aplicarse en la vida familiar a través de los detalles. Los detalles por sí mismos, pueden parecer algo insignificante y sin valor aparente; pero ¡cómo construyen los cimientos familiares! Los detalles sin duda son las acciones más pequeñas, pero cuando crecen, el amor se asienta y fortifica. Como quien construye su casa en la roca sólida, fundamento del amor familiar.

Con el ejemplo de la semilla, Jesús quiere que veamos más allá de las apariencias y encontremos el sentido oculto, que manifestado en una semilla diminuta, crece como un gran árbol. Precisamente porque en los detalles cotidianos que hacemos a nuestros seres queridos, estamos manifestando en realidad un amor grande, que parecía oculto. Esto es lo que Benedicto XVI (2007, p. 234) afirma:

En el mundo marcado por el pecado, el baricentro sobre el que gravita nuestra vida se caracteriza por estar aferrado al yo y al “se” impersonal. Se debe romper este lazo para abrirse a un nuevo amor que nos lleve a otro campo de gravitación y nos haga vivir así de un modo nuevo. En este sentido, el conocimiento de Dios no es posible sin el don de su amor hecho visible; pero también el don debe ser aceptado. Así pues, en las parábolas se manifiesta la esencia misma del mensaje de Jesús y en el interior de las parábolas está inscrito el misterio de la cruz.

Necesitamos de cierta forma hacer visible lo que no lo es. Nuestro amor invisible, se hace visible mediante los pequeños detalles. La parábola del grano de mostaza nos pide renunciar a nuestro egoísmo, que para nosotros puede parecer enorme atender nuestro ego, que por sí mismo es pequeño; en cambio, cuando nuestra pequeña semilla del ego-ísmo es sembrada en el amor manifiesto a los demás, entonces es cuando llega a crecer y ser fundamento para los demás.
Por cierto el árbol de mostaza ya crecido, también puede representar el amor como comunión. Juan Pablo II y varios autores, siguiendo las enseñanzas han abordado este tema:

Pues bien, la integración acertada de los diversos grados que necesariamente deben observarse en el amor familiar, se consigue cuando este amor se vive como comunión. Sólo entonces, en efecto, en el trato de unos miembros con otros, se viven ese conjunto de relaciones interpersonales que son propias de las personas que constituyen la familia; y por tanto, sólo entonces se contribuye a la formación de la persona, y sólo entonces la persona- cada uno de los miembros de la familia- queda introducida de verdad- como persona- en la familia humana (Sarmiento, 2006, p. 272).

De igual forma, para llegar a este amor de comunión, en el que se ama a la persona en cuanto tal, sólo puede alcanzarse, mediante acciones concretas, podemos manifestar una realidad inmaterial, que nace solamente del espíritu del hombre. El amor es como un fuego que debe alimentarse día a día.

Este amor de comunión, es camino de santidad. Todos los cristianos estamos llamados a la santidad. El amor de comunión debe ser camino de santidad familiar; pero de manera particular en los esposos.

El amor de comunión exige de las personas que sean don de sí mismos para el otro. Para ser don de sí, precisamente se necesita desprenderse del amor a sí mismo. El concepto de amor esponsal implica el don de una persona a otra. El amor del hombre y la mujer lleva en el matrimonio al don recíproco de sí mismo. Desde el punto de vista personal, se trata de un don de sí hecho a otra persona; desde el punto de vista interpersonal, es un don recíproco (Wojtyla, 2011, p. 121-122).
El amor de los esposos debe cultivarse día a día, a través de los detalles, siempre tomando en cuenta que es don total de sí mismos hacia la persona amada. Este amor invisible, se vuelve visible en el acto conyugal, que es amor de comunión, don de sí.

Es por ello que el amor esponsal, sea el de los esposos, el de Dios hacia la Iglesia o de vida consagrada, exige de la persona renunciar a sí mismos, para poder llegar a ser don.

Nupcialidad...
La nupcialidad conyugal se expresa en el amor como don de sí, entre un hombre y una mujer, pero ambos forman una unidad. Esta unidad está marcada por la sexualidad de cada uno de los cónyuges. El hombre, como don de sí, en toda su sexualidad y la mujer con toda su sexualidad, se donan mutuamente en el acto conyugal.

El don de sí, implica que el hombre y mujer son seres sexuados, es decir no aman solamente con el espíritu o con el cuerpo, de manera separada. Es un amor unitivo, de comunión, donde se entregan con todo su ser, el cual se manifiesta en ser hombre o ser mujer. Las palabras de Juan Pablo II pueden ser reveladoras:

Sólo a base de la propia estructura del hombre, él “es cuerpo”, y a través del cuerpo es también varón y mujer. Cuando ambos se unen tan íntimamente entre sí que se convierten en “una sola carne”, su unión conyugal presupone una conciencia madura del cuerpo. Más aun, comporta una conciencia especial del significado de ese cuerpo en el donarse recíproco de las personas. También en este sentido, Génesis 2, 24 es un texto perspectivo. Efectivamente, demuestra que en cada unión conyugal del varón y de la mujer se descubre de nuevo la conciencia originaria del significado unitivo del cuerpo en su masculinidad y feminidad; con esto, el texto bíblico indica al mismo tiempo, que en cada una de estas uniones se renueva, en cierto modo, el misterio de la creación en toda su profundidad originaria y fuerza vital (2008, p. 81).

El amor entre hombre y mujer, expresado en el acto conyugal, es partícipe de la creación divina, como continuación de la obra creadora.

El varón y la mujer, en este “conocimiento”, con el que dan comienzo a un ser semejante a ellos, del que pueden decir juntos que “es carne de mi carne y hueso de mis huesos” (Gen 2, 24), son como “arrebatados” juntos, juntamente tomados ambos en posesión por la humanidad, que ellos, en la unión y en el “conocimiento” recíproco, quieren expresar de nuevo, tomar posesión de nuevo, recabándola de sí mismos, de la propia humanidad, de la admirable madurez masculina y femenina de sus cuerpos y, finalmente – a través de toda la serie de concepciones y generaciones humanas desde el principio-, del misterio mismo de la creación (Juan Pablo II, 2008, p. 152).

Solamente los seres humanos pueden tener relaciones conyugales con conocimiento, ya que es un encuentro entre ambos, donde se dan mutuamente como don de sí. Los animales solo tienen actos sexuales instintivos, no se conocen.

El amor conyugal es continuación de la Iglesia; con el don de la fecundidad, la familia se vuelve Iglesia doméstica.

Referencias.

Benedicto XVI, (2007). Jesús de Nazaret. 1st ed. México: Planeta.
Juan Pablo II, (2008). Varón y mujer. Teología del cuerpo (I). 7th ed. Madrid: Ediciones Palabra.
Sarmiento, A., (2006). Al servicio del amor y de la vida. El matrimonio y la familia.. 1st ed. Madrid: RIALP.
Wojtyla, K., (2011). Amor y responsabilidad. 3rd ed. Madrid: Ediciones Palabra.